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Putin, el Hitler del siglo XXI

  • Foto del escritor: Sebastián Duarte
    Sebastián Duarte
  • 8 mar 2022
  • 4 Min. de lectura


Vladimir Putin y Adolf Hitler son dos personajes, sin duda, singulares de la Historia reciente de la Humanidad. Las semejanzas, a priori, debería ser mínimas, puesto que se encuentran en lados totalmente opuestos de la esfera política. Uno, Putin, líder del tradicional feudo comunista, Rusia, pero ahora reconvertida en un país protocapitalista, con grandes defectos. El otro, Hitler, líder de la imbatible potencia alemana, que él mismo convirtió en un bastión del fascismo-nazismo, pese a haber sido la cuna de las teorías más influyentes del liberalismo moderno. Ambos dos han pasado a la historia como ilustres gobernantes, con incidencia directa sobre Europa, presentando discursos e ideas políticas que se entrelazan entre sí, al punto, de poder considerar al Putin de hoy una parodia de que fue el Hitler del siglo XX. Las similitudes entre estos personajes se centran en varias cuestiones: doctrina del espacio vital, planteamientos de la importancia de la raza y política exterior imperialista.


En primer lugar, la doctrina del espacio vital es aquella que sostiene que los Estados modernos tienen el derecho a intervenir en otros territorios ajenos a sus fronteras, puesto que esto permite asegurar la propia viabilidad del Estado. La doctrina originaria fue formulada por el geógrafo radical alemán Friedrich Ratzel, fundador de la antropogeografía. Para algunos geógrafos, las teorías ratzelianas han sido malinterpretadas intencionalmente por el nazismo alemán, para justificar la política imperialista del III Reich, pero lo cierto es que los escritos del propio Ratzel inducen a la susodicha política, sin práctica necesidad de tergiversar el mensaje original. En cualquier caso, la doctrina del espacio vital fue asumida sin reparo por el régimen de Hitler, usándola como justificación para la formación del nuevo imperio alemán que daría lugar a la más sangrienta de las guerras. El espacio vital de la Alemania nazi era, sobre todo, los Sudetes y Austria, donde existían una abundante población de parentesco alemán, si no era directamente alemán. Por ello, Hitler comenzó su expansión ocupando los Sudetes, para luego apropiarse de Austria sin ningún reparo. Estos territorios no eran fortuitos, sino que habían formado parte del Sacro Imperio Romano Germánico, del que la Alemania constituida en el XIX se sentía heredera. De igual modo, la Rusia de hoy se siente, en gran medida, heredera de la URSS, por lo que también ha desarrollado esta doctrina del espacio vital. Para la Rusia de Putin, el espacio vital son los antiguos territorios soviéticos, especialmente las inmediaciones de Kazajistán, Ucrania y Bielorrusia, donde recientemente ha intervenido. Es por ello por lo que la ocupación actual de Ucrania por el ejército ruso no es fortuita, sino que responde a esta teoría que considera que los Estados modernos deben tener un ámbito de influencia (o semiindependencia) que garantice su propia protección.


Precisamente esta doctrina del espacio vital es la que justifica la política exterior imperialista, puesto que los territorios que sirven como protección deben ser ocupados militarmente para asegurar que se mantengan bajo las órdenes del Estado principal (Alemania o Rusia, según el caso). Esta política imperialista también es fundamental en las teorías de la importancia de la raza, a las que se hará alusión un poco después. En cualquier caso, convendría hacer un pequeño inciso. Hitler sí mencionaba de forma explícita en sus discursos su intención de recuperar el antiguo imperio alemán, pero Putin, no menciona explícitamente el Imperio ruso ni emplea el calificativo de imperio para la URSS. Esto responde a que Rusia ha empleado históricamente el término imperio de forma despectiva, para menospreciar la política exterior estadounidense, por lo que ahora Putin prefiere evitar el término, para seguir empleándolo contra EE.UU., aunque su actuación contra Ucrania es una clara muestra de política imperialista.


Esta política imperialista, como se mencionaba, necesita una justificación, puesto que sin el apoyo popular difícilmente se pueden desarrollar empresas tan ambiciosas. La justificación es doble: La primera justificación es la Historia. La recurrencia al histórico pasado del Imperio Alemán (para Hitler) o de la URSS (para Putin) es una constante en estos discursos imperialistas. No obstante, esto no quiere decir que la historia narrada sea fidedigna, ya que se suele tergiversa para favorecer las teorías del dirigente. La incultura de la población permite que esta historia tergiversada tenga más arraigo del que debería. La segunda justificación son las teorías de la importancia de la raza. Para Hitler, la raza alemana (o aria) debía ser protegida por Alemania a toda costa, justificándose así la intervención en Austria y en Checoslovaquia. Putin recurre muy frecuentemente a la raza rusa para el mismo propósito. Sin embargo, sería preciso apuntar que el hecho de ser alemán o ruso y vivir fuera de los límites del país del origen no justifica la intervención directa, puesto que esa población descendiente puede preferir seguir formando parte de un Estado independiente. Para el caso de Alemania, es difícil contrarrestar esta idea, pero para Rusia es más sencillo. Según una encuesta del DW de 2014, recogida en 2022 por El Confidencial, más de la mitad de la población que vivía en las regiones ucranianas del este, en su gran mayoría rusoparlantes, era contraria a la reunificación con Rusia. Sencillamente con este ejemplo se desmontan completamente las teorías de la importancia de la raza, que es, al alimón, fundamental para legitimar la política exterior imperialista.



La incongruencia de estos postulados se hace latente por sí misma. La invasión nunca posee justificación, pese a los argumentos que se ofrezcan. En su lugar, debería primar el derecho de autodeterminación, limitado, eso sí, por el principio de cesión de libertades en favor de la formación de sólidos y seguros Estados modernos. En el equilibrio de fuerzas se encuentra la clave a esta paradoja epistemológica.


Pese a existir grandes semejanzas entre los discursos de Putin y Hitler, la situación social y política a la que se enfrenta cada líder es sustancialmente diferente, hecho que los numerosos medios que ya se han aventurado a comparar a ambos personajes parecen obviar.

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