Me duele Sevilla
- Sebastián Duarte
- 28 feb 2022
- 4 Min. de lectura

A Unamuno era España, al humilde geógrafo que presente escribe, Sevilla. La Puerta de Indias, el puerto fluvial español, la gran ciudad andaluza, son muchos los calificativos aplicados a la más bella, compleja y triste ciudad española, inigualable si se la compara con otras, pero atrasada si, con perspectiva e inteligencia, se observa la estrechez de sus calles y el ruido de sus barrios. Cuando pienso en Sevilla, mi alma se angustia. Mis sentimientos se confrontan en una clásica batalla al estilo homérico. La felicidad asociada a tan hermosa urbe se enfrenta a mi angustia geográfica, ese algo especial que todo geógrafo debe llevar en su interior. ¡Qué dichosos son los sentimientos y la vida! Quien los comprendiera, maestro, experto y aprendiz fuere a la vez.
La imagen mítica y tópica de la ciudad antigua, recelosa de lo foráneo y enquistada en la época pasada aún se mantiene, más de lo que debería, en Híspalis. La ciudad logró avanzar hacia el progreso social y político, a paso lento, con trabas constantes, de una sociedad local enferma, desesperada por las angustias de la vida, preocupada en demasía por los designios de un inexistente Dios. El cristianismo logró unificar las almas de los vecinos de la que un día fue la ciudad más importante de Europa, Sevilla, pero también marcó a fuego el pensamiento e ideología de esos residentes, que no consiguieron, por torpeza o por falta de ánimo, rebelarse a sus ancestros y avanzar hacia el futuro. El progreso se impuso en la ciudad. Los inmigrantes, homosexuales, negros y discapacitados fueron incluidos en la sociedad, tolerados y respetados, quizá por la propia naturaleza conciliadora de la nación andaluza. Pese a los avances, la religión siguió siendo dominante, el orgullo se mantuvo y el progreso siempre fue condicionado por mantener la esencia de Sevilla. ¿Pero, cuál es la esencia de esta ciudad? ¿El inmovilismo religioso y social, o el progreso innovador? Lamentablemente, la opción a decantar para los sevillanos es la primera. Cuando se propuso la construcción del primer rascacielos de la ciudad, la, infame para algunos, Torre Sevilla, los residentes se convirtieron en arcaicos defensores de que la esencia de la ciudad residía en que ningún edificio superara a la bella, incomparable y erecta Giralda, la más ilustre de las torres españolas, ejemplo del pasado árabe que inundó calles, edificios y vecinos de la nación andaluza. ¿Por qué no superarla? ¿Por qué la Giralda debe ser el techo de la ciudad? ¿Acaso es negativo desafiar la naturaleza rozando esas nubes que vagan en la inmensidad de aquello que llamamos cielo? Finalmente, se construyó, el techo de la Giralda se rebasó y, aun así, siguió sin tolerarse. No hay sevillano en la faz del planeta que, sin hacer uso de la mentira, sea capaz de vanagloriar ni tan siquiera la fachada rojiza de este imponente rascacielos, el primero para una ciudad de medio millón de habitantes.
Las viejas costumbres merecen ser removidas en favor del progreso, así como el cristianismo avanzó la mentalidad romana hacia el monoteísmo, ahora el progreso debe avanzar sobre el recalcitrante cristianismo que aún vive en la ciudad, latente en jóvenes y ancianos. Las afamadas Setas de la Encarnación fueron otro caso polémico, de modernidad que la ciudad no supo apreciar. Esa masa de madera y hormigón se convirtió pronto en uno de los reclamos más buscados de la ciudad, mientras que los residentes aún se niegan a considerarla siquiera parte del rico y variado patrimonio de la ciudad. ¿Por qué? ¿Acaso es negativo ampliar un patrimonio con solemnes obras modernas?
Como geógrafo, este panorama que se presenta en la tan iluminada ciudad resulta exasperante. Málaga, con menos ayudas estatales y menos población, va lentamente adelantando a una ciudad que sigue enquistada en el pasado. ¿Acaso la que fue la ciudad más moderna del mundo en la época americana no merece avanzar? La que un día fue la ciudad de la esclavitud, el comercio, las innovaciones indianas y la prudencia religiosa, hoy parece preferir vivir resignada a lo que fue, en lugar de alzar el rostro hacia ese mar tumultuoso al que llamamos progreso.
No, no y no. Me niego a permitir que la ciudad que tanto amo, donde veré crecer a mi familia, donde formé mi vida, donde creí en la bondad y el buen vivir, siga enquistada en el pasado. Sin embargo, ¿qué puedo hacer? Al no encontrar respuesta a la pregunta, me resigno a vivir en desesperanza, angustia y desconocimiento, a apartar la mirada y ver como la ciudad más bonita del mundo no consigue desarrollarse, construir complejos financieros, diversificar su economía o, al menos, evolucionar y adoptar el rol que se esperaría de la capital de la nación andaluza. Me duele Sevilla, me duele ver como puritanos, cristianos y clérigos destrozan la verdadera esencia de la ciudad: el progreso, ese que tantas alegrías y beneficios reportó a la Puerta de Indias. La Sevilla, que nació hace siglos y que hoy se mantiene robusta y ferviente, se merece mucho más que un insignificante rascacielos. Progresar no es perder la perspectiva del pasado. El Alcázar, la Torre del Oro, la Giralda y la Catedral seguirán en su sitio, aunque rascacielos y obras de arte moderno complementen a la polifacética ciudad. ¿Por qué, en París, no se cuestiona el avance urbanístico? ¿Por qué? ¡¿Por qué?! De nuevo, me quedo sin respuesta, sin alivio. Mi aflicción seguirá, por tanto, latente por culpa de aquellos infames que no permiten que Híspalis deje ser Híspalis y avance hacia la Sevilla que debería. Me duele profundamente Sevilla, me duele mi pensar y mi preocupación. Descanse En Paz Sevilla, la ciudad que nunca fue ciudad.
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